Don Juan, los muertos y los jóvenes

cala

(Las calas que le gustaban a Helena)

El 1 de Noviembre, cuando en este país aún no se celebraba el Halloween, el primero de Noviembre se estrenaba «Don Juan Tenorio» de José Zorrilla y éste era el mayor acercamiento que, quizás, los jóvenes tenían con la muerte. Ahora, anoche, por todos lados se podían ver jóvenes, niños e incluso adultos, disfrazados, de aquí para allá, con la intención de pasarlo bien y  reírse de la muerte.

Los jóvenes que últimamente tienen un gusto especial por la literatura y el cine de terror, lo hacen desde este aspecto lúdico, imaginario, virtual, pero no se acercan a la muerte real, esa que les acecha en cada una de las actividades irresponsables que muchos realizan cada fin de semana.

Y cuando los compañeros caen en la batalla, llegan hasta los cementerios, ese día, impactados, pero nunca vuelven. Sólo los adultos, mayores, los que se pueden morir, lo hacen.

Hoy, festividad de todos los Santos, los cementerios se llenarán de flores para recordar a los que ya no están, pero, ¿cuántos de esos jóvenes que ayer estuvieron jugando con la muerte y el terror se acercará hoy a visitar a sus muertos? Ninguno.

Este es mi homenaje y mi recuerdo, hoy, para todos los que ya no están. Mi «Don Juan del siglo XXI».

Y para  Alex, que hoy habría cumplido 16 años. ¡Qué día! Dos aniversarios juntos. Un Beso para Elena, mamá de Alex.

¡NENA! (Recogido en el registro de la propiedad. Flor Zapata Ruiz)

 

Acababa de salir de la ducha y, aún, le resbalaban por su fornido cuerpo gotas de agua. Se envolvió una toalla a la altura de la cintura y observó su torso a través del espejo. Era el torso de un hombre joven, musculoso, bronceado, sin una pizca de grasa y con una”tableta de chocolate” conseguida a base de gimnasio. Él mismo se gustaba cuando veía su imagen. Llevo sus dedos hasta sus labios los beso y después los dirigió hasta el espejo. Conocía que gustaba a las mujeres y lo aprovechaba al máximo.

 

Derramó en su mano un poco de espuma y moldeó sus cabellos con sus dedos. Decidió no afeitarse. Esa barba de pocos días le daba un aspecto ciertamente desaliñado, pero esa era una cualidad más, admirada por las chicas de hoy. Fue hasta el vestidor y dedicó algunos minutos para seleccionar los pantalones y la camisa. Una vez vestido, comprobó que el aspecto era impecable y, para terminar, derramó  sobre su cara unas gotas de su colonia favorita. Esa que, ante sus conquistas, provocaba una aspiración profunda  seguida de la pregunta- ¿Qué colonia usas?

 

Tomó la agenda de piel que había en la mesa y comenzó a repasar los números de teléfonos. Todos eran de chicas. Por debajo del nombre aparecía una letra, que correspondía a un día de la semana y una serie de asteriscos. Algunos nombres tenían 5, otros 3. Pocos sin ninguno.

 

No decidió a quién llamaría hoy. Lo pensaría después. No había prisa. Tomó las llaves de su coche y bajo hasta la calle, dejando una estela de olor en el ascensor que habría mareado al siguiente usuario. Pisaba fuerte, seguro, con cierto aire de “ahí voy yo”. Más aún cuando divisó su coche.

 

Cuando llegó hasta un “Polo” rojo, tuneado, brillante, pasó la mano con suavidad por el borde de la carrocería, acariciándola tal como un caballero acariciaría el filo de su espada antes de entrar en combate. Se sentía orgulloso de su caballo de metal. Entró en él, volvió a acariciar el volante, lo puso en marcha y apretó el acelerador sin soltar el embrague, produciendo un ruido ensordecedor y dejando la mitad de los neumáticos en el asfalto. Comenzó a aumentar la velocidad no importándole los semáforos cerrados ni las señales de limitación de velocidad a 50. Él había nacido para correr y ponía su coche al máximo. ¡Lástima que no tenga más dinero para un coche aún más potente!

 

En su recorrido no respetó ni una de las normas de tráfico. Fue adelantando a todo aquel que se interponía en su camino, sin importarle si con ese zig-zag ponía en peligro a otros conductores. En uno de esos adelantamientos, varios coches tuvieron que frenar y alguno de ellos, por evitar el choque o tal vez por lo inesperado de la acción, terminó saliéndose de la carretera. Ni se inmutó. Soltó un despectivo ¡ Viejo! Y siguió su camino.

 

Después de la jornada de trabajo, sacó nuevamente la agenda. Recorrió con su dedo índice los nombres: Ana, Brígida, Elvira, Inés, Zerlina …  y la clasificación: excelente, buena, muy buena, media, estrecha. Comprobó el día de la semana que a cada una le tenía adjudicado y por fin se paró en “Inés”.

 

–          Bien, ésta está bien para hoy. Hoy es un buen día para recibir sin tener mucho que dar.

 

Marcó el número con aire de triunfador. Al otro lado del teléfono, una voz apagada, con pocas ganas de hablar y con cierto aire triste contestó un “dígame” que más bien parecía decir “no me diga”:

 

–          Hola nena. Estoy en la ciudad. He estado de viaje. Nos vemos a las 10. Ya sabes donde.

–          ¿Qué? ¿Cómo?…Perdona… lo siento, no te había conocido…No. No, hoy no va a poder ser.

–          Pero qué dices “nena”, a mi nadie me dice que no. ¿Crees que eres la única en el mundo? Tú te lo vas a perder. Conmigo, hoy, podrías ver que  la luna brilla más; tocar las estrellas, llegar al éxtasis.

–          Disculpa, Juan. Hoy han matado a mi padre. Le han sacado de la  carretera

–          ¡Ay nena! No me hables de muerte. Para mí es algo muy lejano.

 

Y soltando un ¡no te jode!, cerró el móvil.

 

Flor Zapata Ruiz, madre de Helena.

 

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